Por Marcelo Burd
Considerar el cine documental como una forma de representación estrechamente ligada a la memoria es proponer un vínculo evidente. Las imágenes producidas por hombres y mujeres a lo largo de la historia y a través de diferentes medios, como la pintura, el grabado, la fotografía, entre otros, han tenido diversos usos respecto de los modos de comprender y de relacionarse con el mundo: epistemológicos, simbólicos, estéticos. Pero, junto a estos, también ha estado presente una preocupación que los trasciende: la idea de que las imágenes y los contenidos que ellas portan nos sobrevivirán, persistirán más allá de quienes las hayan producido o de quienes hayan quedado registrados en ellas. De tal manera, como señala Hans Belting (1) desde un enfoque antropológico, las imágenes representadas actúan como una forma de memoria externa, por fuera del cuerpo que las percibe, como una forma de preservar una experiencia del mundo frente al poder corrosivo del tiempo. En este sentido, reconocemos que el cine en general y, sobre todo, el documental como medio visual y sonoro prolonga e intensifica (con su capacidad de representar y narrar el mundo, con su capacidad indicial de acercarse a la vida) la posibilidad de testimoniar y preservar lo acontecido. Entonces, hacer un documental es una forma de hacer memoria. Ya sean documentales que de forma consciente tienen el objetivo de recuperar rastros, completar vacíos o rever distorsiones del pasado, para confrontarlos con el presente; ya sean materiales encarados como un modo de preservar el presente, pero pensando en el futuro: el cine como dispositivo visual y temporal es uno de los medios más poderosos con los que contamos para preservar del olvido la Historia. Al pensar en los acontecimientos que marcaron el siglo XX, difícilmente podamos sustraernos del conjunto de imágenes cinematográficas que forman parte de nuestra memoria individual y, fundamentalmente, de la memoria colectiva. Hechos que sólo vivimos a través de las imágenes provistas por el cine se han abierto paso hasta el presente como testimonios de lo que aconteció, y ocupan un lugar en nuestro imaginario social, cultural y político.
La fecunda relación entre cine documental y memoria se acrecienta si introducimos el concepto de imaginación. Éste nos remite, en una primera aproximación, al terreno de la ficción: lo aparentemente alejado del discurso fáctico. De allí que, al acoplar imaginación y documental, surja con fuerza la problemática relacionada fundamentalmente con los modos de representar la memoria. Dicha problemática plantea consideraciones estéticas, y también instala preguntas en torno al valor de las imágenes y al estatuto de verdad, cuestiones que entran en juego cuando se aborda el discurso de lo real.
El vínculo entre memoria e imaginación no es nuevo; tampoco lo es la problemática en torno a estos dos conceptos. Paul Ricoeur (2) le dedica un capítulo de La Memoria, la historia, el olvido. Allí el autor rastrea las diferentes perspectivas que han surgido sobre la noción de memoria en la filosofía occidental desde sus orígenes, y que diversos autores han sostenido (Platón, Aristóteles, Bergson y Husserl), deteniéndose particularmente en los encuentros y tensiones que se producen al vincularla con la imaginación. En esta revisión en torno a memoria e imaginación, surge necesariamente la noción de imagen. Como señala Sartre (3) , dicha noción contiene tanto a las imágenes externas (las que tienen una expresión material, como la pintura o la fotografía) como así también a las imágenes mentales (que se hallan en nuestra conciencia). De hecho, esta idea está instalada en nuestra habla cotidiana: no sólo decimos que percibimos a través de imágenes, sino que también recordamos y pensamos a través de imágenes. Volviendo a Ricoeur, podemos plantear que las imágenes mentales están constituidas, por un lado, por las imágenes que pertenecen a la esfera del recuerdo (aquellas que actualizan la percepción que tuvo lugar en un momento anterior, y que han dejado huella en la conciencia). Estas imágenes tienen la impronta de lo acontecido y, además, poseen una distancia entre el presente en el que son recordadas y el momento en el que fueron percibidas (también como imágenes). Por otro lado, están las imágenes que se han originado en la propia imaginación (fueron creadas en nuestra conciencia, pero pertenecen al campo de lo ficcional).
Dos formas de pensar las imágenes mentales que se alojan en nuestro cuerpo: las que poseen un vínculo con el afuera y con un tiempo pasado, que a manera de huellas han quedado fijadas dentro nuestro; y aquellas cuyo origen se encuentra en la imaginación creadora. Estas dos clases de imágenes poseen, en principio, una distancia ontológica respecto de su constitución, pero las diferencias no siempre se presentan de manera evidente. Así como la imaginación puede actuar sobre los recuerdos modificándolos o creando falsos recuerdos, la creación de imágenes a partir de la pura imaginación puede estar influida o condicionada por las imágenes provenientes de los recuerdos. Entonces, en estas imágenes de la conciencia, lo recordado y lo imaginado no poseen un límite preciso.
Ahora bien, si nos desplazamos del territorio de las imágenes mentales hacia el de las imágenes que se expresan a través de un medio externo, y nos centramos en las producidas por el cine, notamos que surgen semejanzas en los modos de producir dichas imágenes. Por lo pronto, entre las imágenes del recuerdo y las imágenes que conforman el discurso audiovisual de no ficción, hay algunos aspectos en común. De hecho, el cine documental puede ser pensado como un acto rememorativo que trae al presente imágenes y sonidos registrados anteriormente, con el agregado del valor de prueba que el dispositivo audiovisual confiere a dichas representaciones (en tanto huellas de lo real). Son imágenes físicas que no dejan de remitir y de estar ligadas a un mundo que se sitúa y existe más allá de su representación. Son imágenes documentales (exteriores al cuerpo) que justamente a partir de su referencialidad (el “haber estado ahí” de Roland Barthes a propósito de la fotografía) pueden ser pensadas dentro de un régimen memorístico. Si bien en un caso se trata de imágenes mentales y en el otro, de imágenes producidas a través de un medio físico, tienen el mismo origen: parten del acto de percibir algo exterior al sujeto. Ambas intervienen como presencia de una ausencia y anulan la distancia temporal. En un caso, la percepción queda impregnada en la conciencia; en el otro, en un soporte material.
Aunque en el cine de ficción las imágenes registradas también intervienen como huellas de lo real, apuestan más que nada a conformar un universo narrativo propio. Al igual que las imágenes mentales producidas por la imaginación, tienden a constituir un espacio y tiempo particular que lleva a considerarlas representaciones de un mundo ficcional, y son interpretadas por los espectadores desde el presente. Como comentan Gaudreault y Jost: «La actitud documentalizante anima, pues, al espectador a considerar el objeto representado como un ‘haber-estado-ahí’ ( … ) En tanto que, en cierto modo, la actitud ficcionalizante, y ésta es justamente la ficción primera a la que nos invita el cine, nos anima a considerar como ‘estando-ahí’ esos ‘haber-estado-ahí’ que son todos los objetos profílmicos que se han mostrado ante la cámara» (4) . Por supuesto, un film de ficción también puede ser visto, como propone Éric Rohmer, como el documental de su propio rodaje. En él podemos percibir marcas de una época, modos de actuación, tipo de iluminación o ciertas características de la película, pero lo que prevalece a través de sus mecanismos narrativos es el universo ficcional creado.
En esta rápida caracterización del documental y la ficción a partir de su analogía respecto de las imágenes de la conciencia, se presentan zonas fronterizas: múltiples planteos estéticos en los que la ficción se entrecruza con la no ficción y pone en crisis los presupuestos sobre lo «verdadero» del cine documental; contaminaciones entre las actitudes ficcionalizantes y documentalizantes, que han generado nuevas formas de representar y reflexionar acerca de lo real.
Si persistimos en pensar las imágenes de la imaginación y las del recuerdo relacionadas con el cine documental, apartándonos de la asociación más directa entre imaginación y ficción, ¿cómo se podría abordar la cuestión de la representación visual ligada a la imaginación en el campo específico del documental?, ¿de qué manera afectaría su dimensión cognitiva? Para abordar esta cuestión, es necesario volver al concepto de imaginación, pero entendido como un modo de conocimiento cercano a la intuición sensible. En el acto de imaginar habría una intención (5) de formarnos una idea más precisa de los hechos. Imaginar, entonces, como posibilidad de generar imágenes de aquello que en su momento no ha sido registrado. En este sentido, es indudable que el cine documental ha sabido aprovechar ese potencial imaginativo: ante un saber faltante, la imaginación del realizador puede intervenir para dar una respuesta: una forma materializada a través de una puesta visual y sonora, que no se presenta únicamente como respuesta estética sino también reflexiva, como una «forma que piensa» (tomando la expresión con la que Jean-Luc Godard se refiere al cine en Historie(s) du cinéma, ensayo audiovisual que justamente aborda la relación entre cine y memoria). Una aproximación sensorial pero también reflexiva sobre los modos de ver aquello que no está presente, y cuyo abordaje atraviesa consideraciones estéticas e ideológicas. Sin embargo, esta función dentro de la esfera de lo imaginario no debería ser pensada como un mero sustituto del pasado en la elaboración del discurso audiovisual. De hecho, el uso de imágenes limitadas a la función referencial (como apoyatura ilustrativa subordinada a la palabra, como procedimiento esteticista o como efecto dramático) aplanaría y reduciría las resonancias imaginarias propuestas. En ese caso, se trataría simplemente de una reconstrucción en la que otros ya han hecho el trabajo de imaginar por nosotros.
Si hablamos de imaginación y pensamiento, surgen otros recorridos (menos condicionados y, por ello, más productivos) para encarar la representación de la memoria. Algunas búsquedas proponen, sobre todo, activar la imaginación creadora en los modos de abordar lo real ausente. Robert Bresson señala: «Mostrarlo todo condena al CINE al cliché, le obliga a mostrar las cosas como todo el mundo está acostumbrado a verlas. De lo contrario, parecerían falsas o afectadas» (6). Esta cita condensa una estética de la ausencia, que podría trasladarse al documental: partir de representaciones incompletas que necesiten de la imaginación para ser colmadas. Por lo pronto, si asumimos esta proposición, se abre una serie de posibilidades para el trabajo sobre la memoria audiovisual. Por ejemplo, considerar el uso del fuera de campo y de los encuadres acotados y parciales como modos de intensificar lo imaginable por fuera de los bordes del espacio mostrado. De la misma manera, poner el énfasis en los espacios vacíos también contribuye a pensar lo no visible más allá de lo que muestra y omite la imagen. Y, por supuesto, utilizar la puesta sonora como una forma de dar cuenta de lo ausente, ya que los sonidos adquieren preeminencia sobre las imágenes (que intervienen, más que nada, como fondo) en la reconstrucción de lo acontecido: se trata de escuchar e imaginar, antes que de ver. El uso privilegiado del sonido puede cobrar relevancia en la utilización de la palabra como principal forma de dar cuenta de lo ocurrido. Claude Lanzmann en su monumental documental Shoah privilegia la voz (y el cuerpo) de los testigos al narrar los hechos del pasado desde los campos de concentración y exterminio, al dejar completamente de lado el empleo de imágenes de archivo agregadas al relato. A propósito de este procedimiento, el propio realizador comenta: «Siempre he dicho que las imágenes de archivo son imágenes sin imaginación. Petrifican el pensamiento y aniquilan todo poder de evocación» (7). Este planteo radical es revisado por el propio Didi-Huberman, quien no niega la forma de abordaje para su documental, pero además propone un uso imaginativo del material de archivo a partir de operaciones de montaje que reúnan fragmentos visuales y sonoros aparentemente disímiles.
Asimismo podemos pensar representaciones que, alejadas del verosímil realista, tiendan a un mayor grado de abstracción. Enunciados visuales que apelen más a sugerir que a mostrarse como afirmaciones sobre lo real. El film STAU Jetzt geht’s los (El turno es nuestro) de Thomas Heise, que indaga sobre la vida cotidiana de unos jóvenes neonazis en la ex RDA a principios de los 90, comienza con un atentado provocado por dicho grupo. Sin embargo, el autor considera innecesario mostrar el acto de violencia en sí, y se concentra en sus consecuencias: el fuego y el humo del incendio de un auto estacionado, el sonido lejano de las sirenas, algunas calles vacías en las que se entrevén viviendas comunitarias y parte del Muro de Berlín, prescindiendo de todo efectismo. Las imágenes, aun en su apuesta a la austeridad visual, no dejan de actuar como prueba y comentario de lo ocurrido, pero a la vez proponen varios niveles de sentido, más allá de la lectura inmediata.
A estas posibilidades expresivas, se suman otras, más complejas, en las que se presentan cuestiones vinculadas con los modos de representación abordados desde el espacio de la subjetividad. La imaginación interviene aquí para reconstruir vivencias, sensaciones y experiencias desde la perspectiva de los actores sociales: imágenes presentadas como recuerdos, sueños, fantasías o alucinaciones, pero abordadas desde el punto de vista de los protagonistas. En estas representaciones podría tratarse la experimentación sobre imágenes y sonidos como imágenes de recuerdos atravesadas por lo incierto de lo imaginado. Al respecto, podemos citar una secuencia de Sans Soleil: su director, Chris Marker, durante un trayecto en tren registra a varios pasajeros mientras duermen, y cada tanto inserta imágenes (como si se tratara de sus propias proyecciones oníricas) extraídas de películas japonesas -mayormente de tipo fantástico- tomadas de la televisión. Esta proliferación de fragmentos interrumpe la situación abordada desde el registro como si fuera la recreación de los posibles sueños o pesadillas de los pasajeros. A su vez, dichos fragmentos conforman una suerte de imaginario fantástico colectivo. También podemos interpretar la serie de imágenes que circulan por televisión como parte de un gran imaginario que condiciona los sueños individuales. La asunción de una subjetividad manifiesta también es un modo recurrente en los documentales autobiográficos de dar cuenta de la propia experiencia personal desde el plano de lo imaginario. En Papá Iván, María Inés Roqué intenta reconstruir la historia de su padre, un importante dirigente de la organización Montoneros desaparecido durante la dictadura. En el inicio y durante el desarrollo del documental, cada tanto se irán insertando imágenes en movimiento de un paisaje rural al costado de una ruta, que pertenecen a un registro fílmico casero familiar en Super 8. Este registro fílmico puede asociarse a un tiempo pasado. Dichas imágenes pueden ser entendidas como un correlato del viaje/investigación que la realizadora lleva a cabo en el presente, pero también como una reconstrucción imaginaria de sus propios recuerdos intangibles e imprecisos que recrean momentos traumáticos de su infancia en relación con el padre: particularmente, su alejamiento de la familia.
Si bien en los diferentes modos de representar lo ausente puede persistir algún tipo de relación fenomenológica con el pasado (lugares, objetos, documentos escritos, cuerpos y voces), lo incompleto de las imágenes da mayor espacio a la actividad imaginaria del espectador. Esta poética libera de un sentido unívoco la representación visual y sonora que se hace del pasado, y propone acercamientos más ligados a lo sensorial, sin abandonar ni el nexo indicial con el mundo ni su preocupación por un saber por fuera del texto producido. Ciertamente, al activarse la imaginación, las imágenes y sonidos que conforman un documental (como también ocurre con las imágenes que forman parte de la memoria) nos recuerdan que no hay un saber completo sobre lo real. Antes que pretender ser una totalidad que colme o sustituya una carencia de conocimiento, la representación de lo no mostrado explicita una falta. Si las imágenes son presencia de una ausencia, hay algo de esa ausencia que aún persiste en ellas y que es irreductible a una representación de lo visible. Irreductible por lo que no ha podido o no ha querido ser registrado, y además porque las lagunas de conocimiento que presentan son manifestaciones de que nosotros (partícipes o receptores de una experiencia) accedemos y aprehendemos solo una porción de la realidad (más aún, tratándose de documentales que abordan una experiencia límite). Esto no implica invalidar o dudar del valor cognitivo de la narración de no ficción en su acercamiento al mundo. Por el contrario, ante lo que no ha sido mostrado por elección o por imposibilidad, optamos por la imaginación de las imágenes y las palabras. No recurrimos a ella como desvío, como distracción o para generar una distancia infranqueable entre imaginación y conocimiento, sino como un intento legítimo y necesario de asignarle un significado a la experiencia.
Dentro del discurso audiovisual del documental, las imágenes no actúan únicamente en calidad de prueba. Existe una condición poética que excede la lógica del discurso fáctico y que, en el encuentro entre memoria y cine documental, es necesaria para dar cuenta de lo inacabado o de aquello que pertenece al orden de lo inefable. Esta búsqueda, si bien parece formulada desde el plano de la expresión estética, también está atravesada por cuestiones éticas respecto de lo que debe ser mostrado y de cómo mostrarlo.
- Belting, Hans, Antropología de la imagen, Buenos Aires, Katz, 2007.
- Ricouer, Paul, La Memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.
- Sartre, Jean-Paul, Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la imaginación, Buenos Aires, Losada, 2005.
- Gaudreault, A. y F. Jost, El relato cinematográfico, Barcelona, Paidós, 1995, p. 40.
- En el sentido propuesto por Sartre, op.cit., nota 3.
- Bresson, Robert, Notas sobre el cinematógrafo, Madrid, Árdora, 1997, p. 73.
- Citado en Didi-Huberman, Georges, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidós, 2004, p. 143.