Por Ariel Direse
Parte I
Una forma de visualizar más claramente el problema del cine documental y acercarnos al horizonte de posibilidades que ofrece, es encarar un recorrido más vasto que articule el propio contexto histórico en que surgió y se expandió, y las formas que adquirió para dar a luz ideas enriquecedoras; pero también es menester analizar cómo se convirtió en un eslabón político de importancia que fue tomando peso en nuestro país, y que hoy resiste el embate de un proyecto «cultural» basado en una idea acrítica de diversión y esparcimiento que impulsa la «comunidad mediática», promotora principal de la violencia social.
El cine documental ha sufrido notables transformaciones según una variada y compleja serie de parámetros que se vislumbran bajo el paraguas de los cambios sociales, políticos y culturales, y pueden agruparse en tres grandes áreas: 1) transformaciones narrativas; 2) transformaciones estéticas y 3) transformaciones productivo-tecnológicas. En la Historia del Cine podemos encontrar una cantidad de segmentos temporales donde estos tres polos fueron permutando su protagonismo. Se puede observar de manera clara, en la fase que transcurre desde 1895 a 1940, un privilegio por la faz narrativa dado que lo técnico era un parámetro fijo e inamovible, y lo estético-formal se ajustaba más al orden del relato que a otras búsquedas. Hay, sin embargo, un film: El Hombre de la Cámara del documentalista ruso Dziga Vertov, filmado en 1929, que tira por tierra la concepción planteada anteriormente. Vertov abogaba en sus escritos y películas por un proceso activo de construcción social, incluyendo la construcción histórico-materialista del espectador. «Nos rebelamos -decía- contra la conclusión del ‘director encantador’ con el público sumiso al encantamiento… La conciencia puede formar, por sí misma, un ser humano que tenga opiniones firmes, convicciones sólidas. Necesitamos seres humanos concientes, no una masa inconsciente dispuesta a ceder a la primera sugestión que se le presente. Viva la conciencia de clase de los hombres sanos que saben ver y entender…».
El film de Vertov (y con él, el cine documental) se erige por primera vez como una forma innovadora y contraria al lenguaje hegemónico que estaba en avanzado desarrollo. El documental deja su rol informativo y encuentra por primera vez un claro perfil político. Ere los años treinta y los cincuenta encontramos obras de avanzada en el campo documental, que aún hoy son muy poco reconocidas por la Historia del Cine, y que vemos reflejadas en la Escuela Documentalista Inglesa, entre cuyos directores más destacados encontramos a Flaherty, Grierson y Wright por citar a algunos. Un análisis acerca del cine de Grierson afirmaba que la argumentación en el documental se evidencia simplemente porque en su uso del «artículo vivo» existe una oportunidad de realizar un trabajo creativo; y que la elección del medio expresivo que es el documental, es una elección tan gravemente distinta como puede serlo el elegir la poesía en lugar de la prosa. Ocuparse de un material diferente es, o debe ser, ocuparse de temas estéticos distintos de los del estudio.
Los años sesenta y setenta, con el Free Cinema a la cabeza, son un período de innovación estética permanente. Por momentos la búsqueda formal minimiza a la narración, no en un sentido evanescente del campo de la ideas, sino encontrando en la forma misma una expresión más demoledora para la transmisión de los contenidos. En consonancia con las crisis mundiales de los sesenta el llamado Nuevo Cine Latinoamericano también ha sido un gran ejemplo de búsquedas estético-narrativas en nuestra región.
Ahora bien, si de pronto diéramos un salto y nos posicionáramos en un aquí y ahora, ¿qué sucedería? En principio podríamos ver cómo estos parámetros se han alterado bastante. Primero, es imposible soslayar que la variante tecnológica en el último decenio del siglo XX y en este primer decenio del siglo XXI ha sido un factor determinante para: 1) poner a muchos en igualdad de condiciones en cuanto al acceso a lo tecnológico 2) plantearse, retomando los presupuestos de los sesenta, el problema de proponer una respuesta a los medios masivos en la forma en que se difunde la información: la contrainformación que se asocia a una práctica de descubrimiento/ desenmascaramiento de la realidad a través de la cámara cinematográfica, principalmente a través del registro documental.
Porque, si somos exigentes en el análisis acerca de lo que ocurrió después de 2001 en nuestro país, vamos a ver que hay un cambio pronunciado: la lista de espectadores de cine documental se ha engrosado en miles y no es casualidad. Esto implica que el cine ha podido documentar y ha sido testigo y partícipe; pero por sobre todo ha hecho partícipes, también, a los actores sociales de esas problemáticas sociales particulares. A pesar de ello, y contra todo pronóstico, sería imprudente hablar de un boom documental. Se evidencian más producciones, y una mayor aceptación del documental por parte de los espectadores, pero ¿quiénes son esos espectadores? Este es el problema de fondo a definir. El documental, en la actualidad, por infinidad de variables, entre las principales la carencia de un mercado, está lejos de ser un boom. Y si lo fuera, correría el riesgo de una no deseada institucionalización, de contar una masa inconsciente de espectadores que transformarían al film documental en uno más de la oferta de mercado actual. Es el caso del llamado Documental de Creación, reciente «invención» europea que es moda ya en muchos festivales, y que a todas luces es el primer intento de institucionalización del documental como una forma más de mercancía cultural con la consecuente banalización de su contenido. A este intento de vaciamiento de contenidos se asocia otro de los principales problemas reales que es el control del mercado.
Situados en cualquier parte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, estamos atravesados por una línea imaginaria que une diversos complejos multisala de capitales transnacionales. Esas directrices, cual misiles, han derrumbado todo otro circuito (sala cinematográfica) que pudiera ofrecer una oferta distinta de la de aquéllos. Lo mismo ha ocurrido en el conurbano bonaerense y en el interior del país, con la concentración de salas en el palacio del consumo: el shopping. Ante ello, se debe tomar conciencia de que el cine documental es, en gran parte, el único que puede reorganizar con más fuerza espacios intermedios como los cineclubes, los cines de barrio y los centros culturales, si se quiere un cine realmente que pugne por el bien social. Hay que insistir con la idea de que el documental es el que retiene -como decía Benjamin para la imagen- ese potencial explosivo para reorganizar tiempo y espacio en cualquier orden que se desee, derribando con su dinamita el encierro social.
Parte II
En el cine documental radican y conviven construcciones que proponen formas específicas de relación social. Gracias al documental podemos preservar, por lo menos durante unos minutos, la esencia de la cultura propia de un espacio y tiempo determinado. Aquí el cine produce una realidad social, en imágenes, por medio de discursos de lo real, pero ¿qué hace falta para que un evento histórico tenga acceso al sistema de circulación masivo?
A pesar del positivo el interés despertado tanto en los espectadores como en los cineastas podemos afirmar que todo lo cuantitativo apunta a exponer más claramente la necesidad de darle espacio y apoyo al objeto de trabajo realidad que el cine aborda pero, hay que convenir que, todo lo cuantitativo no garantiza lo cualitativo. Los documentalistas no deberían ser solo críticos con la realidad temática abordada sino también con sus propias realidades como realizadores-productores.
Retrospectivamente se puede visualizar que, en términos generales, los documentales producidos entre el período 2001-2005, son documentales de carácter explícitamente políticos -en contraposición con los documentales llamados de creación que empezaron a asomar en los últimos años y a los cuales nos referimos en el número anterior. Esta polarización entre el documental político-militante y entre un supuesto nuevo documental de autor no hizo más que borrar la importante brecha que existe entre esos dos núcleos donde históricamente se ubicaron las obras más polémicas y vanguardistas.
Por un lado el citado documental de creación genera una peligrosa relación con el objeto realidad dada la inversión de los polos tema-autor por su nueva versión de: autor-tema o llanamente Autor creando una falsa despolitización del documental que se encuadra claramente en el cinismo de la posideología. Este cinismo, dice Žižek (1), es la respuesta de la cultura dominante en contra del procedimiento crítico-ideológico: “el sujeto cínico esta al tanto de la distancia entre la máscara ideológica y la realidad social, pero pese a eso insiste en la máscara”. La máscara que viste el documental de creación no es más que el velo necesario para ocultar el desvanecimiento de las relaciones humanas que la obra documental debería abordar con el objeto de poner indirectamente en primer plano las relaciones entre las cosas. El documental de creación desfetichiza las relaciones entre los hombres dado que la producción de sus films no son naturales sino que están pensadas previamente para el mercado y ya disponen de un aparato previo que les asegura un status y un valor de intercambio que solo es factible en el sistema capitalista-neoliberal, y según la lógica cínica de éste.
En el otro extremo y de forma casi opuesta aparecen los documentales político-militantes que paradójicamente -aunque en otro tono- producen un efecto similar a los primeros por su inocuidad y escasa persuasión política sobre el espectador. En este sentido hay que aclarar, que a todas luces la ingenuidad de los primeros es altamente más peligrosa que la inocuidad de los segundos. Estos últimos se justifican muchas veces en la urgencia de los sucesos que derivan en la improvisación técnica en manos de documentalistas sin formación cinematográfica y un uso excesivo y hasta bastardeado del cine por parte de determinados partidos políticos que le imprimen a las obras un fin militante-partidario bastante pobre que produce la pérdida del potencial subversivo que el documental necesita como esencia. En primer lugar se confunde el uso político de un documental con la producción de films militantes. Porque el cine político se mantendrá activo, en tanto sepa mantener activo a su receptor y convertirlo en un posible emisor.
Lo que entró en crisis en los últimos años, y que puede explicar un poco la peligrosidad de esta polarización, más allá de la distancia que existe entre estas tipologías de documental, es la figura del documentalista como un actor social comprometido con su propia cultura. El documentalista como intelectual tendrá que hacerse elevadamente conciente de su propia libertad como trabajador de la cultura para, de ese modo, lograr obras más creativas y eficaces (aquí es importante esquivar la noción abusiva que hoy se hace del término creatividad y que se aplica muy usualmente a categorías o procedimientos que se alejan del eje de discusión). Por consiguiente hay que diferenciar el trabajo intelectual de la función intelectual. El Documentalista cumple una función intelectual al trabajar con la mente y al pensar con las manos (2). Ahora bien, siguiendo con el planteo acerca de la poca eficacia que crean las obras de miradas unívocas en oposición a la de miradas complejas (no confundir con incomprensibles), es imprescindible mencionar a Norberto Bobbio (3) quien retomando y reformulando el planteo de Gramsci, aclara: “El deber de los hombres de cultura es hoy más que nunca sembrar dudas, no ya recoger certezas”.
En este sentido es más propicia la acepción que ubica a la función intelectual como una crítica al saber preexistente y al propio discurso. Cuando un intelectual es orgánico a un partido muy rara vez es crítico o autocrítico de su propia organización (de su organicidad) y eso lo convierte en un intelectual que niega una parte del análisis devolviendo así análisis o -en este caso- films a los que “le falta una pieza” (una voz) y por consiguiente resultan poco eficaces en su función persuasiva (4), ¿Son todos los documentalistas concientes –más allá de sus decisiones finales- que la univocidad es un modo subrepticio de autocensura que niega la dialéctica de la realidad?; volviendo a Bobbio, éste dice, además que: “La política de la Cultura (entendida) como política de los hombres de cultura en defensa de las condiciones de existencia y desarrollo de la cultura se opone a la política cultural, esto es, a la planificación de la cultura por parte de los políticos”. En este sentido se aplica la crítica sobre los documentalistas que realizan abusivamente films orgánicos, films que militan las ideas de su filiación partidaria pero a su vez pretenden ser tomados -o vistos- como films políticos en el sentido amplio.
La crítica y la autocrítica en la construcción del documental no supone una posición “tercista” o neutral, al contrario propone un compromiso con una postura determinada, acompañada de la obligación de mediar criticando (o denunciando) a los adversarios pero también criticando a los amigos en sus propias contradicciones (5). Como síntesis de los antedicho suponemos al documentalista como un trabajador que cumple una función intelectual eficazmente creativa y que se compromete ideológicamente con una postura determinada a expensas de entrar en coalición con sus propias ideas, la de su partido o de la clase a la que representa, pero siempre con el objetivo de ser más funcional al bien común a través de la argumentación y no de la imposición.
Así y todo, el contexto en el que se inscribe un documental no puede ser ajeno a su propia producción, y también es verdad que muchas veces se necesitaron films de urgencia pero la inteligencia del documentalista no solo radica en saber cómo hacer mejores documentales sino también en reconocer para qué se necesitan, cuál es el contexto socio-político en el que se inscribe y que consecuencias se busca en el contacto que esos documentales van a producir con el público.
Por último, y relacionando al planteo que Gramsci hizo del intelectual orgánico, es más valioso pensar al documentalista como un trabajador que pone su intelecto en función creativa, es decir, acercándonos al planteo del materialismo histórico Marxista donde, en términos generales, se dice que la libertad del proletariado está en su poder de creación que surge de su contacto real con la materia, invirtiendo de esa manera la polaridad del amo y del esclavo hegeliana.
1.Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, pag. 52, 53 y 56, Siglo veintiuno editores Argentina, 1º ed., 2005.
2.Umberto Eco, A paso de cangrejo, pag. 76, 2º ed, Debate, Buenos Aires, 2007
3.Norberto Bobbio, sociólogo italiano, autor de “Política e Cultura”
4.En este aspecto -deseo dejarlo claro-, adhiero a la idea que la construcción solo es viable a través de la organización (modo que generalmente niega el documental de creación como hemos visto), de allí que este planteo debe tomarse como un aporte a la construcción de más y mejores organizaciones.
5.Umberto Eco, íbidem