[vc_row][vc_column width=»2/3″][vc_column_text]Por Melina Terribili
“La cultura no es una actividad del tiempo libre, es lo que nos hace libres a todos, todo el tiempo”, dice la escritora de origen vasco Luisa Etxenike.
Luego de vivir la última década política donde la cultura ocupó un espacio vital para el fortalecimiento y desarrollo de la identidad de nuestra sociedad, nos vemos hoy frente a un panorama donde los valores culturales construidos en este tiempo se ven amenazados por la imposición de estereotipos culturales vacíos y ajenos a nosotros mismos.
Es un sistema basado en el despojo de lo que somos, de cómo hablamos, qué palabras utilizamos, qué nos produce empatía, temor, risa o tristeza. Qué cosas nos vinculan a lo familiar o nos distancian de lo desconocido. Es decir, nuestro lenguaje. La identidad misma. Aquella en la que podemos reconocernos en nosotros mismos con nuestro cúmulo íntimo y personal, pero también en el otro, como parte de una cultura socio política que nos vincula ante una realidad compartida que no nos es indiferente.
Por eso para los gobiernos neoliberales es vital forjar rápidamente el individualismo.
Luisa Etxenike también dice “No es lo mismo una democracia de 1000 palabras que una de 40.000”.
Y en este contexto la cultura se reduce a 1000 palabras cuando un sistema político atenta contra ella. No sólo políticas culturales que dejan de existir, o la censura indiscriminada de medios de comunicación, o salas de teatro y centros culturales que cierran sus puertas porque no pueden pagar la luz, sino el trabajo diario de replicar una cultura que no nos es propia, imponiendo modos y lenguajes ajenos, creando el terreno propicio desde donde emerge y se propaga el arte como mero entretenimiento. Y en este proceso de despojo, se debilita, se pierde la capacidad de distinguir, de analizar, de reconocer lo que vemos, oímos, o consumimos como cultura.
Dentro del proceso de crecimiento cultural de la última década, el cine no fue la excepción. Creció y se multiplicó de manera histórica, marcando un cambio de paradigma, dando fin a una era donde el cine pertenecía a una elite particular. Fue así que nació un cine con nuevas miradas; creando puestos de trabajo y nuevos directores, formando profesionales.
Y el cine documental en particular, que antes sólo se hacía con coraje, recursos prestados o fondos del exterior, lanzándose al abismo de filmar muchas veces sin dinero y sin pantallas de exhibición; aquél que siempre miró (y mira) la realidad, la atraviesa, la interpela, ese cine que deja preguntas abiertas, genera debates y reflexión, salió de las sombras y ocupó también un lugar histórico, sumando espectadores que comenzaron a verse reflejados en aquellas películas que desnudaban realidades e historias nunca contadas.
Y este cine documental, que no es rentable para el concepto empresarial, es el que viene aún más a demarcar el territorio de lo propio. Son nuestras historias, las que no están formateadas y viven a nuestro costado, haciendo latir la mirada sobre los conflictos del mundo real que nos rodean, las que nos reflejan el paisaje mismo de lo que somos.
“La relación con el lenguaje es la relación estelar de nuestras vidas y el perder ese matiz, esa ambición, se convierte en una catástrofe personal y social.” Luisa Etxenike
Todo buen documental deja una marca en quiénes lo hicieron, quienes fueron filmados y en quiénes lo vieron. Debe producir una movilización interna o externa, una transformación.
Por eso para finalizar este texto comparto una historia que vale la pena ser leída, que responde a esta transformación que toda creación debe generar. Además guarda el valor de ser parte de esas historias que el espectador jamás llega a conocer. Y es a mi modo de ver, donde se completa la obra.
La breve historia que voy a narrar pertenece a “Dulce espera”, película documental de Laura Linares que retrata los días de Valeria, una joven que habita los márgenes de la turística ciudad de Bariloche, mientras espera que el padre de su hijo salga de la cárcel. Valeria conoció a Lucas por carta, y quedó embarazada después de la primera vista íntima que compartieron en la alcaldía. Al igual que su primer película “Zapatilla nuevas”, Laura Linares volvió a su ciudad natal para poner en foco la vida de las personas que no pueden disfrutar de la fiesta de la nieve.
Antes de su estreno, Laura proyectó Dulce espera sólo para Lucas y Valeria. Valeria lloró toda la película como si se tratara de una película romántica perteneciente a una historia ajena, mientras que Lucas le agradeció por haberle aportado los fragmentos de la vida que se había perdido por estar preso. Sin importar que la película, a través del montaje, no era más que una construcción temporal ficticia, para Lucas funcionó como realidad.
*Dulce espera se volvió a proyectar el viernes 30 de Septiembre 18 hs, en el marco del Ciclo por el Quinceavo Aniversario del museo MALBA Cine, que hace un repaso de los films más destacados que estrenó y difundió a lo largo de estos últimos tres lustros.
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