[vc_row][vc_column width=»2/3″][vc_column_text]Por Marcelo Burd
Si se considera el lenguaje parte esencial del campo de tensiones políticas, donde se constituyen y regulan los significados de determinadas prácticas sociales y culturales, existe un conflicto inherente en el acto de relacionar palabras y acontecimientos: un espacio comunicacional en el que se disputa el sentido de las cosas y su matriz ideológica. Nada nuevo, por cierto. Hoy día, la forma de representación política en la que se encarna el capitalismo tardío no necesita imponer su voluntad mediante discursos coercitivos y totalizantes. Por el contrario, ha sabido introducir, una vez más, la asepsia del lenguaje eficientista, junto con la exaltación del bienestar individual y del sentido común, como medida para pensar el mundo. No hace falta demorarse en esta cuestión: los medios hegemónicos no solo se encargan, a través de sus múltiples pantallas, de asegurar y naturalizar los discursos de la dirigencia gobernante, sino también de marcar el terreno donde debe actuar. Al final y al cabo, ambos coinciden en defender los mismos intereses corporativos. Intereses que, por cierto, los grupos concentrados de poder no acostumbran explicar, pero que, con apelaciones al republicanismo, pretenden moldear la subjetividad de la sociedad.
Dentro de las consignas rectoras del discurso oficial –dejando a un lado la filiación cercana a los relatos de autorrealización y superación personal– hay un eslogan, instalado desde el comienzo, que insiste en remarcar la búsqueda de consenso. Una aparente vocación dialoguista que vendría a reparar el espacio de confrontación en el que estaba sumergida la sociedad. Sin embargo, dicho planteo niega, desde el vamos, el rasgo político del desacuerdo. Es decir, la discrepancia propia del debate social como forma enriquecedora y constructiva de la comunidad. Pero los alcances de las proposiciones que pretenden despejar todo rastro de conflictividad al concebir un modelo de país, dejan escapar facetas menos luminosas. Hay que diferenciar los enunciados etéreos predicados en un entorno afín y los que, en el ejercicio concreto del poder, pueden traicionar las consignas primarias. Al respecto, basta repasar las declaraciones negacionistas de un funcionario público sobre los desaparecidos o las razones de mercado esgrimidas impávidamente por varios ministros para justificar políticas de Estado que resquebrajan el tejido social.
A pesar de estos y otros pliegues, el lenguaje oficial se empeña en sostener la condición de lo terso al caracterizar sus acciones y pensamientos. Claro está que, en el espeso terreno de las representaciones simbólicas, siempre es posible hallar diversos campos de fuerzas que se niegan a ser domesticados por discursos y prácticas homogeneizantes. Al respecto, alcanza con pensar en ciertas formas de expresión poética y política del arte que, a lo largo de la historia, han sabido encontrar el espacio para plantear su discordancia con el soberano y la jerga administrativa de los poderes.
Si el arte se ha encargado de denunciar las falsas conciliaciones sociales, culturales y políticas, pero también de proponer otros modos de visibilidad sobre mundo, no es casual el desdén demostrado por el actual Gobierno hacia determinadas formas de intencionalidad artística. A fin de cuentas, en el gerenciamiento de la Cultura, no suelen ir más allá de la obra ya legitimada, el espectáculo amparado por las corporaciones mediáticas o el objeto estético inocuo que reluce como mercancía.
En este escenario, al focalizar el lugar que ocupa el cine como artefacto cultural, cabe preguntar cuánto de esa concepción ideológica de un Estado que se repliega para privilegiar las fuerzas del mercado permeará las políticas audiovisuales que se están definiendo en el presente y los futuros modos de concebir la producción y el consumo de obras cinematográficas.
Si bien estos interrogantes atraviesan gran parte del campo audiovisual, existe una zona de incertidumbre específica en el espacio del cine documental. En efecto, si algo queda claro en relación con los organismos encargados de administrar la producción cinematográfica actual es su dificultad para asignarle un lugar dentro de la división del espectáculo. Desde esta perspectiva, al pensar el cine documental como parte de una política audiovisual general, se intenta ubicarlo en un lugar periférico y subalterno. Esto no sorprende en la medida que buena parte de este cine fáctico no se traduce en valor de cambio ni regula sus formas en función de las demandas de la audiencia. Pero, como bien cultural, tampoco se ajusta fácilmente al lenguaje estético del consenso.
En el fondo, esta tensión encubre una discusión más intensa porque, en definitiva, lo que incomoda del cine documental es su potencial dimensión política, dimensión que puede surgir cuando advierte sobre los resquicios de los discursos hegemónicos, concibe nuevas formas de relación entre los miembros de una comunidad, trae a la memoria, o visibiliza, lo que las voces oficiales suelen callar. Por otra parte, el documental tiende a rehuir de las representaciones recurrentes, de ahí su vitalidad y capacidad para encontrar las significaciones que desbordan los límites que imponen las narraciones totalizantes. Asimismo, lo político no solo se manifiesta en los contenidos, sino también en los modos de producción, exhibición y recepción que suelen desmarcarse de los canales convencionales y los imperativos del mercado.
Si los límites de nuestro mundo son los de nuestro lenguaje, la condición política del cine de no ficción también está presente en la posibilidad de amplificar los límites de la imaginación. Y ello significa, entre otras cosas, reducir la distancia entre el decir y el hacer. En este sentido, el documental como interpretación del mundo ha sido un campo fecundo para desnaturalizar los discursos que definen lo cotidiano, pero también para pensar, sentir e imaginar nuevas situaciones y acciones que irrumpan en el espacio y el tiempo de nuestra vida regulada.
En momentos en los que, bajo una pátina de novedad y amparados en los dispositivos mediáticos, resurgen discursos que creíamos enterrados, el documental está ahí, al acecho, como un sismógrafo de lo real, que no deja pasar los síntomas negados de este tiempo. [/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=»1/3″][/vc_column][/vc_row]
Tan cierto como bello estimado, gracias!