[vc_row][vc_column width=»2/3″][vc_column_text]Por Carlos Galán
De todas las formas posibles de definir que es el cine documental, quizás la que más me interesa es la de “Recorte creativo de la realidad”. Me interesa porque deja de lado la vieja e inocente idea de “objetividad”, pone en manifiesto toda obra implica decisión y tener posturas, uno elige y descarta, se centra en unos aspectos y deja afuera otras, implica elegir planos, música e iluminación, incluso se llegan a utilizar puestas en escenas que lindan con la ficción (sin minar esto su verosimilitud).
Por supuesto, tal recorte responde al universo político-ideológico del realizador. De este “background” dependerá cual historias contar, la forma en que mostrará la cultura de un país o cuál será el rol social de tal o cual persona o género. Tiene la capacidad de reforzar o derribar estereotipos, alimentar o combatir prejuicios. Lamentablemente, el documental, en el rol divulgativo que tuvo desde su nacimiento, no ha sido cuidadoso a la hora de mostrar a “los otros”.
El “culpable” quizás haya sido Robert Flaherty, que con Nanook of The North (de 1922), logró un éxito de público y crítica tan grande, que fue el comienzo de una moda de documentales en donde se filmaban a tribus y pueblos de todo el mundo para mostrarlos, como curiosidad, con poco respeto a los sujetos filmados, a su cultura e historia. De esta forma, el “otro” se volvió una mercancía más, haciéndose películas superficiales, condescendientes y con golpes bajos. El paso natural fue ampliar esa “antropología audiovisual” a un cine de supuesto interés social, convirtiendo en mercancía también a las personas de clase más baja.
Pero que exista ese cine no es una sorpresa, si el llamado tercer mundo y las clases más pobres son explotados por el mercado en lo económico y lo político, ¿Por qué no explotarlos en su imagen también? Es otra forma de colonización. Hoy en día no es extraño ver esto en la televisión e incluso personas que realizan Ayuda Humanitaria caen en estas construcciones, como es el caso de Sean Penn y “The Last Face”, estrenada y abucheada en Cannes este año, en donde se narra una historia de amor hollywoodense en medio de la pobreza del África Occidental.
¿Cuál sería la diferencia fundamental entre una postura y otra? ¿Cuál sería la diferencia ética? A mi entender la diferencia consiste en la relación que se establece entre el realizador y el sujeto a quien se filma, esencialmente si es una relación vertical u horizontal. La primera es desigual, el realizador está por “encima”, se apodera de la imagen de quien es filmado, la recorta y rehace a su antojo y conveniencia, dejando de lado cualquier interés sociológico. En cambio en el cine horizontal el realizador es respetuoso con lo que filma, tiene una relación cercana con lo que narra y verdadero compromiso social. Este cine generalmente realiza reparaciones históricas, busca que haya al menos justicia audiovisual, complejiza y amplía nuestro mundo y nuestra forma de ver las cosas, combate estereotipos y prejuicios. Es una verdadera herramienta de cambio.
No puedo dejar de recordar el “Tire Dié” (1960) de Fernando Birri, excelente película que toca un tema muy crudo. Este film es piedra fundacional del Documental Argentino y de América Latina, encuesta social en donde se registra descarnadamente el lugar de los excluidos del sistema, que recopila distintas experiencias de familias que viven en villas miserias al costado de las vías, en las afueras de Santa Fe. Las personas entrevistadas cuentan a cámara cómo sobreviven, cómo se las arreglan ante la constante falta de oportunidades. Una de estas, a la que hace referencia el título, es un rito social por el que pasan la mayoría de los niños del barrio, poniéndose en peligro para que desde los trenes en movimiento, que pasan por sobre un puente, les tiren alguna moneda.
La intención del director era la de sacar a la luz una realidad social que se trataba de mantener oculta, para mostrarla y renegar de ella. Y uno de los méritos de la película de Birri es la de dar el derecho a la palabra a los excluidos.
Fernando Birri es consecuente con su postura política, plasmada en el Manifiesto de Santa Fe, y filma un documental basado en una profunda investigación de campo que realizó junto a sus alumnos, cámara en mano, previo consenso con sus protagonistas. Su estreno fue en la Universidad del Litoral con un público interclasista, luego fue exhibida en un cine móvil improvisado que viajaba por los barrios.
Se trató de un nuevo tipo de cine, que no le interesó alimentar ningún tipo de morbo ni amarillismo. El lazo entre Cámara y Objeto es una relación de solidaridad y no de explotación.
Ejemplos de cine horizontal hay muchísimos casos en la Argentina, en particular durante los últimos 12 años de gestión del INCAA, producto de un sistema de apoyo a la producción que garantizaba la pluralidad de voces y miradas. Sistema que este año se ve amenazado ante el cambio de autoridades, en el marco de un gobierno nacional que se maneja por la lógica del mercado y las políticas neoliberales, que busca intencionalmente destruir los avances sociales y de redistribución de la riqueza de los gobiernos anteriores.
Y en estos días es que, pensando este artículo, los documentalistas fuimos invitados a participar de un taller de cine organizado por la Embajada de los Estados Unidos y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Lo dicta un tal Hugo Pérez, a quien no conozco, salvo por la foto que acompaña el mail de esta invitación: Una imagen de Hugo Pérez posando para la cámara, solo, en posición canchera, blanco él por supuesto, y de fondo, en un indignante segundo plano, chicos negros y pobres. Bien atrás, para que quede bien en claro el tipo de cine les interesa.[/vc_column_text][/vc_column][vc_column width=»1/3″][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][/vc_column][/vc_row]